domingo, 17 de abril de 2011

Paseando por París.

Andando de forma automatizada, dando cada paso sin pensar, manteniendo la mente en otro lugar.
Así son mis amados atardeceres, aquellos en los que contemplo como el sol se duerme lentamente en el horizonte del Senna. 
Me siento en una plaza, y observo como la gente pasa sin darse cuenta de mi presencia, ni del hermoso paraje sobre el que caminan. Los bellos jardines repletos de flores, el escaso movimiento del agua del río, la figura alzada del emblema del amor. Vitalidad, felicidad, romanticismo... Todos parecen mantenerse ajenos a ello. 
La dulce París espera en su soledad, mientras humos de automóviles, consumismo desmesurado, y horas punta que parecen prolongarse durante todo el día, la destruyen con calma; como más duele. Aún con todo, me declaro enamorado. Embelesado de mi ciudad.
En medio de este feroz debate que se producía en mi interior, algo captó mi atención: un aroma. Un perfume especial. Si yo lo hubiera creado, sin duda, le hubiese puesto el nombre de "París". Definía la cuidad: amor, vida, soledad, tristeza, blanco y negro, color, dulce, amargo; era capaz de abarcarlo todo. Cuando pude abrir los ojos para ver quién había pasado a mi lado con tan maravilloso olor, el tiempo se paró. Recuerdo aquella postal, la recuerdo como si fuese lo único que queda en mi cerebro, como si fuera lo único para lo que había vivido: en el centro, la increíble Torre Eiffel, teñida de un matiz anaranjado por la puesta de Sol que se producía centímetros más al derecha del aquel tapiz que se había cimentado ante mis ojos, al otro lado de semejante construcción, que tanto significaba para mí, pude diferenciar los cabellos de una joven, morenos, obedeciendo al viento; una ligera corriente de aire condujo hacia donde yo estaba esa fragancia de nuevo. Se dibujó una sonrisa en mi rostro.
Aún pensado en el cuadro que había inventado, de una belleza que jamás había apreciado en ningún museo del mundo, di un paso al frente. Y cuando algo rozó mi mano, volví de repente a la realidad; pero lejos de ser brusco y doloroso, fue una sensación de cariño, ilusión y reencuentro que no había experimentado antes. No pude saber su nombre, tampoco su raza concreta. Pero supe que era ella.
Tomados de la mano, nos giramos instintivamente hacía el río; sonriendo. Y a le vez que una leve brisa ascendía desde lo más profundo de mi ciudad, trayendo consigo aquel inolvidable aroma. Nos besamos.

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